Si no
tenemos cuidado, los medios de comunicación harán que acabemos odiando a los
oprimidos y amando a los opresores.
Esta
sencilla frase de Malcolm X ilustra a la perfección el proceso cultural que
atraviesa a nuestras sociedades, en momentos en los que el capitalismo más
salvaje cruje y sumerge a millones de personas en la pobreza.
Hace
pocos días apareció el cuerpo de Luciano Arruga, un pibe de Lomas del Mirador
que hace más de 5 años se negó a ser cooptado por la lógica mafiosa de la
Bonaerense, en su –deleznable y habitual- práctica consistente en apretar a
jóvenes humildes y generarles las condiciones (zonas liberadas, armas, etc.)
para que salgan a delinquir para ellos. Ellos, que se autogobiernan. Ellos, que
son observados por un vasto sector de la sociedad como la salvación a la
ilegalidad urbana (léase inseguridad), en contraposición con los sectores de
menores recursos económicos, que SI son el peligro que atenta contra la
existencia y la vida placentera.
La
pregunta es bastante simple: ¿alguien vió/escuchó/leyó alguna opinión
renombrada en los medios de comunicación acerca de la necesidad de poner fin al
–nefasto- autogobierno de las fuerzas de seguridad? ¿Clamar por una
democratización de las fuerzas de seguridad? ¿Por más control cívico? ¿Por la
segregación y las profundas consecuencias sociales de Policías con estructuras
corruptas y sin una –imprescindible- conducción de la política? ¿A nadie le
llama la atención que las cárceles estén repletas de jóvenes pobres sin
condena, aún? ¿Por qué la muerte de un pibe pobre siempre aparece ligada a un
“pero” absolutorio, asumiendo una hipótesis delictiva que motivó la fatalidad?
¿Cuántas legítimas defensas no son tales?
Será
que existe un sistema que necesita contar con un sector excluido y
estigmatizado, para explotarlo y desviar el foco. La película “Elefante
blanco”, por ejemplo, muestra eso: las villas son lugares invivibles, repletos
de delincuencia y drogas. El villero, por ende y según esta particular visión,
es un potencial enemigo. Entonces, si es un potencial enemigo –por las dudas-
habría que fulminarlo. Eso afirman. Eso piensan. Y eso es lo que genera la
tolerancia (y apoyo, por omisión de repudio) de una considerable porción de la
ciudadanía a los abusos policiales, al gatillo fácil, a la sistemática
violencia institucional y violación a los derechos humanos del sector menos
favorecido de la sociedad.
¿Cuáles
son los resultados de estas metodologías? ¿Hay algún país del mundo que con
represión ilegal y exclusión social haya reducido sus niveles de violencia
urbana? ¿Cómo se pretende, acaso, que mire a la sociedad un joven que desde que
tiene uso de razón ha visto cómo le cerraban la puerta en las narices y lo
condenaban al olvido? ¿Por qué se habla tanto de “mano dura” y no de “inclusión
social” y “democratización de las fuerzas de seguridad”?
El
sector que reclama por el fin del delito es –casi siempre- el mismo que se pasa
los días bastardeando las políticas públicas sociales, y omite señalar la causa
principal de ese flagelo: la DESIGUALDAD. Desigualdad en el trato recibido por
las fuerzas de seguridad (con abusos y violaciones a los derechos humanos que
son intolerables) y en relación a las posibilidades materiales (nacer
condenados a un entorno de marginalidad, con una situación de extrema
vulnerabilidad). He aquí la crucialidad de un Estado activo, con una fuerte
intervención para lograr inclusión social, que todas las personas tengan
OPORTUNIDADES de progresar, de educarse, de contar con salud y vivienda, etc.
Por eso es que resulta curioso que la militancia de la inseguridad (léase “la
gente”) muchas veces sea quien se pasa los días precarizando laboralmente y
viendo cómo evadir impuestos, al mismo tiempo de reclamar por el cese del
delito y que “el Gobierno haga algo”. Bueno, una forma de combatir la pobreza
es hacerse cargo de las obligaciones que a cada uno como ciudadanos nos caben y
exigirle al Estado más inclusión y una profunda reforma que democratice las
fuerzas de seguridad, no más balas contra los oprimidos de siempre.
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